El belicismo democrático

capture-20160328-125534Por Thierry Maulnier 

La propaganda de la democracia y del socialismo europeo durante los últimos años se ha complacido en servirse, con no poca frecuencia, de un tema fácil: el pacifis­mo. Nadie ignora que el trabajo fundamental de una pro­paganda cualquiera consiste en crear ideas-fuerzas, es decir, en asociar, de una vez para siempre, en el fondo del alma popular nociones que no resisten al menor examen crítico, imágenes ingenuas y elementales. Así, se ha podido conse­guir que una gran parte de la opinión en los países occiden­tales se haya convencido resignadamente de que la democra­cia, el socialismo y el comunismo quieren la paz, mientras que los «fascismos», las dictaduras y las monarquías desean y preparan la guerra. Así ha podido ocurrir que durante los años que siguieron a la guerra 1914-1918, el pacifismo, el internacionalismo y las campañas para el desarme fueran monopolio de los partidos de izquierda y de las organizacio­nes que llevaban el nombre simbólico de II y III Interna­cionales, en tanto que los partidos de derecha eran los úni­cos que señalaban lo precario de las garantías jurídicas internacionales, la utilidad de la defensa nacional y el peli­gro de un desarme poco meditado.

Durante los breves años que el internacionalismo gozó de favor, únicamente los espíritus despiertos recordaban to­davía que la alianza entre la democracia, el socialismo y el pacifismo era una cosa nueva y precaria; que la democracia no es pacífica por esencia; que el primer cuidado de la Fran­cia revolucionaria en 1792, de la Rusia revolucionaria de 1919, ha sido el de precipitarse sobre sus vecinos; que du­rante todo el curso del siglo XIX las democracias, singularmente en Francia y en Alemania, han sido nacionalistas y belicosas, mientras que la prudencia diplomática y la preocu­pación de defender la paz se inscribían en los programas de las derechas conservadoras. Sin embargo, la tradición del na­cionalismo democrático, cuyo último representante ilustre en Francia fue Clemenceau, había recibido un golpe mor­tal en este país con la agitación promovida en torno a Dreyfus, época que vio nacer y desarrollarse el antimilitarismo; desde el partido radical francés a los extremistas del comu­nismo, todos los demócratas franceses empezaron a consi­derar sospechosa cualquier medida favorable a la defensa na­cional, e iniciaron un encarnizado ataque contra el honor y el prestigio del ejército; de 1918 a 1933 todos los parti­dos de izquierda —salvo en Inglaterra, donde el Labour Party guardaba la tradición de la lealtad nacional— votaron contra los créditos militares, desguarnecieron las fronteras y debilitaron los ejércitos.

Quiere ello decir que incontestablemente los partidos de­mocráticos, y especialmente los partidos democráticos fran­ceses, se ocupaban en preparar la posibilidad de una nueva guerra; porque empezaban por ofrecer como presa fácil a los pueblos que conservaban las tradiciones militares y las ambiciones políticas, unos pueblos desmoralizados y sin fuer­za, engañados por la falsa sinceridad de los pactos contra la guerra y de los acuerdos jurídicos internacionales. Este obsti­nado trabajo de desorganización preparaba la violenta reac­ción nacionalista a que hemos asistido estos últimos años. ¿Podría creerse, cuando menos, en la sinceridad del ideal que los inspiraba? El mito de la paz entre las naciones —paz garantizada por la recíproca buena voluntad y por la liqui­dación jurídica de todos los conflictos— podía, no sin ra­zón, parecer imprudente o prematuro; si corría peligro de provocar y de precipitar las guerras que quería evitar era por su generosidad misma. Esto era justamente lo que pre­dicaban unos apóstoles convencidos, o que, por lo menos, se les creía tales. El pacifismo democrático de la postguerra nos conducía inevitablemente a situaciones temibles; pero cuando menos, podía pensarse que los demócratas querían la paz y que si preparaban la guerra la hacían sólo por ce­guera.

Pero la situación ha cambiado. La explosión de odio y de miedo que provocó en todos los demócratas europeos el advenimiento de regímenes autoritarios en algunas grandes naciones, ha modificado por completo la actitud de los par­tidos radicales, socialistas y comunistas de Europa, en lo que concierne a la política exterior. Esta transformación rápida, nacida de causas exteriores, de unos principios que pa­recían inmutables y definitivos, ha probado de modo evi­dente, de una parte, que en los partidos demagógicos de la izquierda europea los principios sólo tienen una importan­cia secundaria; no se trata de afirmar y de llevar al triunfo una verdad política, sino de atraerse a las masas por medios apropiados, a cuyo fin las ideas se transforman, se abando­nan o se renuevan con arreglo a las necesidades de la pro­paganda; de otra parte, que ningún lazo esencial, de doc­trina, liga las ideas pacifistas a las ideas socialistas o radica­les; que los grandes movimientos democráticos de masas, vuelven a dar fácilmente en las tendencias de sus orígenes: el furor xenófobo y la voluntad de imponer su ideal a los vecinos, a sangre y fuego.

La actitud de la democracia francesa es, en este pun­to, muy característica, porque esta nación es una democra­cia ya antigua, donde los partidos populares ejercen sobre la marcha de los asuntos exteriores una influencia dominante, y porque, a más de esto, la nación, donde los partidos radical, socialista y comunista son poderosos, está en contacto por dos de sus fronteras con las dos principales nacio­nes del mundo sometidas a un régimen «fascista» autorita­rio: Alemania e Italia.

En los años que siguieron al advenimiento del fascis­mo italiano, los sindicatos, los partidos populares, los hom­bres de Estado demócratas, multiplicaron las provocaciones y los insultos al régimen mussoliniano. Llegaron así a crear en Italia un movimiento francófobo, y durante algunos años, alrededor de 1925, se hizo temer una guerra franco-italiana. La tensión diplomática entre los dos países —tensión de que en su origen son únicos responsables los partidos fran­ceses de izquierda—, no llegó a desaparecer hasta que las intrigas alemanas en Austria y el asesinato del Canciller Dolffuss, mostraron a Francia y a Italia la necesidad de unir­se para hacer frente a los peligros de la Europa central. Pero el nacionalsocialismo había llegado al poder en Alemania, y el furor de los demócratas franceses, olvidando el fascis­mo italiano, se volvía de ese otro lado.

A la actualidad italiana sucedía la actualidad alemana. Exclusivamente sentimental, incapaz de otro movimiento que no sea el de las reacciones improvisadas, ignorante de toda reflexión política y de todo propósito a largo plazo, la política de los partidos de izquierda franceses marchaba, una vez más, empujada por los sucesos. Como antes habíamos visto a Paul-Boncour insultar groseramente a Mussolini en plena Cámara de los Diputados, vimos luego a León Blum y a los conductores de los partidos socialista y comunista francés inmiscuirse neciamente en los asuntos interiores de la Alemania hitleriana, protestar furiosamente contra el trato dado a los judíos y a los marxistas alemanes, entrar en tratos y colaborar con grupos de emigrados que, con olvido de toda cortesía internacional, y aun de toda de­cencia, seguían dando curso en territorio francés a su actividad política. Esta tendencia no era exclusiva de Francia; el Labour Party, inglés, inspirado como los partidos demó­cratas franceses, por jefes en gran parte israelitas, reclamó el boycottage de las mercancías alemanas, y trabajó cuanto pudo para excitar al mundo contra Alemania, y para infla­mar también, aún más, en aquel país las pasiones naciona­listas, haciendo cada vez más fácil la explosión de un nuevo conflicto mundial. Hombres que meses antes se procla­maban en Francia pacifistas encarnizados, se dedicaron a pre­dicar abiertamente la guerra, y empezaron a aconsejar a los pueblos de Occidente la «cruzada de las democracias» contra los países dictatoriales. Como en 1792, se llamaba al pue­blo francés a la lucha contra los «tiranos». En tales circunstancias los partidos comunista y socialista obraron como si no hubiesen pretendido otra cosa que exasperar en Alema­nia los sentimientos xenófobos —francófobos particularmen­te—; y, enfrentándose con Alemania por razones exclusivamente de política interior, hicieron cuanto estaba en su mano por desencadenar una guerra sangrienta en la que na­die tenía nada que ganar.

Pero, una vez más, la primera ocurrencia iba a señalar otro objetivo a la rabia de estos hombres para los que la po­lítica exterior no es cosa de propósitos a plazo largo, de prudencia y de previsión, sino una cuestión de cólera sentimen­tal, de demagogia electoral y de humor. Italia ha vuelto otra vez al primer plano; los esfuerzos se han concentrado de nuevo sobre ella. El profesional de la política democráti­ca en ningún país de Europa se preocupa de saber si rompe una alianza útil para su pueblo, si modifica el equilibrio europeo, si crea una tensión internacional, si origina un pe­ligro de guerra; estas consideraciones, que debieran marcar la orientación de una verdadera política exterior, se le esca­pan por completo, y sólo obedece a preocupaciones de política interior. Las recientes complicaciones europeas provoca­das por las diferencias entre Italia y Etiopía lo han mostra­do bien a las claras.

La violencia con que los conductores del frente popular francés y el Congreso de las Trade Unions británicas han reclamado sanciones contra Italia —aun cuando estas sancio­nes hubieran de provocar una guerra europea, aunque hu­bieran de dar lugar a matanzas comparables a la de la gue­rra de 1914—, ha puesto bien de relieve que para la demo­cracia europea la defensa de la paz es una cuestión secun­daria. Hacer la guerra para defender la paz, es un gesto a tal punto absurdo, que no se puede atribuir siquiera a los jefes socialistas. La verdad es que lo que les interesa no es la defensa de la Sociedad de Naciones por su cualidad de ins­titución pacífica, sino en cuanto es instrumento de política interior y de propaganda democrática; y lo que pretenden no es tanto proteger a los pueblos de Francia, de Inglate­rra —de Europa—, contra los horrores de la guerra, como humillar al fascismo italiano con un fracaso, hacerlo retroce­der y destruirlo, aunque para ello hubiera que recurrir a los medios más sangrientos. En el conflicto de septiembre de 1935 en Ginebra, la hipocresía con que Inglaterra ha defen­dido en nombre de la paz sus intereses imperiales —el ca­mino del Mar Rojo y las fuentes del Nilo— contra las am­biciones italianas, no ha tenido par, si no es en la hipocre­sía con que los jefes socialistas y demócratas han cubierto con el pabellón de la paz sus campañas tortuosas contra la Italia fascista y autoritaria. A los ojos de estos jefes, la amis­tad franco-italiana, el prestigio de las naciones blancas com­prometido en la lucha italo-etíope, la misma paz del mun­do no tenía importancia ninguna al lado del fin esencial, que no era otro que buscar una revancha contra el fascismo italiano.

Todo ello ha revelado que el pacifismo democrático era, sencillamente, una impostura, y que el respeto de la vida humana no entraba para nada en cuentas. Hacía mucho tiempo que no faltaban motivos de duda, puesto que la mayor parte de los campeones de las ideas pacifistas en la Europa Occidental eran, al mismo tiempo, los partidarios de una revolución áspera y sangrienta. Ahora ya se sabe que para la defensa de las ideas democráticas y revolucionarias, para satisfacer su resentimiento contra un hombre que ha aba­tido a la democracia, los políticos radicales y socialistas no vacilan ante la guerra exterior más terrible y más sanguina­ria. He aquí cómo el «amor a la paz», pregonado por los demócratas, aparece claramente tal como es: el medio de debilitar y de desarmar a las naciones «capitalistas», el me­dio de atraerse las masas con una apropiada demagogia, ha­lagando su repugnancia hacia el esfuerzo militar; no es el medio sincero de ahorrar sangre humana. Si ha habido es­píritus indulgentes que hubieran podido hasta ahora reco­nocer a la ideología de los jefes demócratas alguna generosi­dad y alguna nobleza, la actitud de estos jefes en el conflic­to italo-etíope les habrá quitado toda ilusión; lo que se to­maba por un ideal noble no era otra cosa que la más baja y más interesada de las imposturas demagógicas.

Los jefes de la democracia europea no sólo desprecian la verdad y el buen sentido político; desprecian del mismo modo a sus propias huestes, y hasta la vida de estos obreros a los que dicen defender. Porque los desprecian tienen en reserva para uso de ellos «verdades de recambio», y no vaci­lan en contradecirse cuando sus contradicciones les parecen provechosas; porque los desprecian no vacilan en exponerlos a conflictos sangrientos y gratuitos, que ellos se han preocu­pado de buscar y de envenenar luego. El desprecio del pue­blo en los demagogos profesionales que lo explotan es el mismo desprecio que Engels, colaborador de Carlos Marx en la redacción del Manifiesto Comunista, descubría en una carta dirigida a éste en 1851 : «¿Para qué iba a servir esta canalla si no supiera siquiera batirse?». En realidad, si los jefes de­mócratas y socialistas habían defendido durante tanto tiem­po las tesis del pacifismo, del internacionalismo y del des­arme, no era precisamente por ceguera y por incapacidad po­lítica; era porque las lejanas consecuencias de su actitud y la guerra que su propaganda podía desencadenar un día, les importaban muy poco; lo que pretendían era atraerse la opi­nión pública. Tampoco hoy les importa desencadenar la gue­rra: lo que les preocupa es enardecer sus tropas para la ba­talla y hacer del «antifascismo» un lema de combate. La ac­titud de los demagogos europeos es la misma cuando prepa­ran indirectamente la guerra por la desmoralización pacifis­ta, que cuando lo hacen directamente por su propaganda agresiva contra otras naciones. No se preocupan de que pue­dan así desencadenar conflictos y desastres internacionales. Lo que les importa es la finalidad inmediata: engrosar sus huestes, ganar votos.

Para conseguir sus fines, los jefes demócratas y socialis­tas aceptan, pues, sin repugnancia la contradicción consigo mismos. Reclaman de sus respectivos países medidas belicosas contra el fascismo sin pararse a pensar un instante en que si desde hace diez años los gobiernos hubiesen escuchado sus voces, Francia e Inglaterra estarían hoy totalmente desarma­das y, por lo tanto, incapacitadas de un modo absoluto para sostener una guerra, aunque fuera para la defensa de la So­ciedad de Naciones. Pretenden, pues, sin escrúpulo, utilizar hoy en su propio servicio las fuerzas militares cuya disolución y desaparición exigían ayer, y que tanto trabajo ha costado defender contra ellos. La democracia quiere poner al servicio de sus rencores, de sus proyectos de venganza y de su miedo al «fascismo», los ejércitos contra los cuales ha estado has­ta ahora excitando el odio y el desprecio de las masas; furio­samente internacionalista durante estos últimos años, se transforma en nacionalista en el momento en que puede con­siderar la nación como un abrigo. Y es que para ella, pese a las apariencias, las ideas no tienen la menor importancia: sólo reacciona ante los sentimientos y los intereses.

Está lleno de enseñanzas este desprecio total de la lógi­ca y de la realidad con que la democracia mundial ha asocia­do la propaganda para el desarme y la propaganda para la guerra, y con que quiere lanzar a la batalla los pueblos a los que ha comenzado por quitar en la medida que le ha sido po­sible los medios de combate. Porque nos permite juzgar más exactamente la naturaleza y la calidad de los ideales demo­cráticos, y muy particularmente el «nacionalismo» actual de la democracia.

Se ha visto ya que si la democracia se ha vuelto naciona­lista, como lo fue en 1792 y en el curso del siglo XIX, fue, principalmente, a impulso de las circunstancias y por las necesidades de la propaganda. Cuando un leader socialista francés como León Blum escribe hoy «¡Viva la nación!» en las columnas del mismo periódico, en las que no ha cesado hasta ahora de atacar a la idea nacional, evidentemente no lo hace de buena fe. Y si los comunistas franceses han renun­ciado a su posición internacionalista es de conformidad con las órdenes venidas de Moscú y con las instrucciones del pro­pio Stalin. No se trata, pues, aquí de ideas, sino de táctica. Sin embargo, la táctica misma no se ha adoptado más que para satisfacer a una amplia fracción de la opinión popular; los conductores de los partidos de izquierda no se han con­vertido repentinamente al nacionalismo, sino porque el na­cionalismo estaba vivo en la mayor parte de sus tropas. La evidente impostura de esos jefes responde, pues, a sentimientos y a tendencias perfectamente sinceros en la masa. La mentira táctica de los conductores de la democracia nos mues­tra que hay en ésta un real sentimiento nacionalista.

¿Deduciríamos de aquí que el Occidente podría contar con la democracia, ya desembarazada del internacionalismo, para salvar las realidades nacionales? El examen de los he­chos muestra, por el contrario, que sería poco prudente con­tar con un nacionalismo que no es en el fondo más que el odio a los pueblos «fascistas» extranjeros. Del mismo que hubiera sido imprudente contar con el pacifismo democrático para la salud de la paz, sería imprudente contar con el nacionalismo democrático para la salud de la nación.

El ejemplo de Francia lo muestra claramente. Al mismo tiempo que el nacionalismo democrático tomaba aquí una forma agresiva y furiosa, exponía al país a una guerra euro­pea, sin preocuparse de su impreparación para llevarla a cabo, ni de que con ella no podría ganar absolutamente nada: em­pujaba a esta guerra no para la salud de Francia, no para la defensa de intereses capitales ni para el prestigio y el honor nacional, sino exclusivamente para la victoria de los princi­pios democráticos. De otra parte, se preocupaba muy poco de dar a Francia una misión conforme a su papel europeo y a su destino histórico; por el contrario, trataba de volverla contra Italia, es decir, contra la única gran nación europea con la que Francia tenía intereses verdaderamente comunes; la única con la que, en caso de complicaciones en la Europa central, hubiera podido contar, en realidad, Francia. Este extraño nacionalismo no sólo empujaba a un terrible con­flicto a una nación ya agotada por el esfuerzo de 1914, sino que tomaba en África la defensa de la raza negra contra la raza blanca. Trabajaba para destruir una de las mayores ga­rantías de paz verdadera que pueden ofrecerse a Europa: la inteligencia entre los pueblos latinos. Intentaba, en fin, lan­zar a Francia en armas contra su aliada natural.

Tal «nacionalismo» atenta, aún más claramente que el internacionalismo de ayer, contra la seguridad de la nación, contra su existencia y sus intereses esenciales. No es, ciertamente, menos peligroso. Los sentimientos a que apela, los ecos que busca en la masa, nada tienen que ver con el buen sentido, la experiencia histórica ni el juicio político. La pro­paganda nacionalista de la II y de la III Internacionales se apoya, evidentemente, sobre lo que en casi todas partes sub­siste de patriotismo en el alma popular. Pero este mismo pa­triotismo, puesto cínicamente al servicio de los temores y de los rencores democráticos, es la reacción instintiva no razona­da, tan pronto frenética como adormecida, de las masas po­pulares. Sobre semejante nacionalismo no será posible fundar una política continua y fecunda. Capaz de reacciones valero­sas y brutales cuando se despierta —se vio en Francia en 1914— es incapaz de anhelos de lejana realización, de previ­siones, de prudencia; y cuando se desencadena puede dar lu­gar a los conflictos más graves. Igual que la demagogia socia­lista que lo explota, el sentimiento popular es susceptible, en una crisis brusca de xenofobia, de exigir de pronto una guerra que durante diez años se ha resistido a preparar. El naciona­lismo de la masa no es, a decir verdad, un medio de acción política; sólo aparece en los momentos de crisis; no es más que la reacción ante una amenaza o un insulto del exterior; no se desencadena si no es por una impulsión exterior, sea la ofensiva de un pueblo vecino, sea una propaganda há­bil. Como todo lo que procede de la masa, el nacio­nalismo popular es pasivo; depende de la circunstancia, de la emoción, del humor pasajero; incapaz de ver a alguna dis­tancia, es inseparable de la excitación y de la fiebre; no es político, porque, lejos de prepararlos, va a remolque de los acontecimientos.

El patriotismo de las masas puede, pues, ser explotado por los políticos; pero no puede dar lugar a una verdadera políti­ca nacional, porque es incapaz de producir una expansión só­lida y duradera, ni una prudente política de alianzas y de paz: no es política. El sentimiento de las masas, las voluntades y los humores de las democracias son, según el vocabulario de Oswald Spengler, sujeto y no objeto de la historia; sólo los individuos, los jefes, pueden ser objeto de la historia, pueden ser capaces de una política motriz. El patriotismo de los pue­blos democráticos no se contradice con los principios mismos de la democracia, que fue, desde su origen, nacionalista y agresiva; tras algunos años de internacionalismo, ha comen­zado a renacer, y puede desarrollarse aún, tanto más fácilmen­te cuanto que encuentra ecos muy profundos en el alma po­pular y que las místicas militares, las banderas, las músicas, el aparato teatral de la guerra, seducen fácilmente. Pero no se trata de una tendencia primitiva, autónoma, que se justifi­que por sí misma como el deseo de vivir y la voluntad de ex­pansión de las naciones fuertes. Se trata de un movimiento de la opinión; por eso es artificial, provocado; por eso es in­capaz de previsión y de creación; por eso se ve fácilmente des­viado hacia fines extrínsecos y utilizado por los jefes demó­cratas en provecho de sus ambiciones y de sus venganzas. El nacionalismo democrático no es un factor político, es un ins­trumento político en manos de los conductores de la democra­cia: instrumento utilizado para el reclutamiento y exaltación de las masas en la lucha contra el fascismo. En tanto que el nacionalismo verdaderamente nacional orienta, coordina y gobierna los sentimientos patrióticos con el deseo de asegurar la existencia política de la nación, el nacionalismo de los jefes actuales de la democracia explota los mismos sentimientos nacionalistas con miras a la campaña antifascista mundial, que es un negocio de política interior. Mientras que el verdadero nacionalismo coordina las fuerzas interiores del país mirando a su salvaguardia y a su eficacia exteriores, el nacionalismo de­mocrático explota la situación exterior, multiplica las provo­caciones y prepara las guerras de agresión con el sólo propósito de asegurar de fronteras adentro el triunfo de un partido. En las democracias todo se reduce a un problema interior.

Quiere decirse que la democracia carece de continuidad de propósito y de perseverancia si no es en su política interior —nivelación, destrucción de las minorías selectas—; y que su política exterior, que para ella no es nunca un fin, sino una táctica destinada a suministrarle armas contra sus enemigos interiores, es, por el contrario, incoherente, fragmentaria y contradictoria; pasando de una línea de conducta a otra, de una a otra alianza, según las necesidades de la demagogia y de la elección. Si se examina, por ejemplo, la política exterior de la democracia extranjera después de la guerra, sus vacilacio­nes entre el mantenimiento y la revisión de los tratados, entre la alianza inglesa, la alianza rusa, la alianza italiana y la apro­ximación germano-francesa, se buscará en vano un hilo con­ductor de esta política exterior; se buscará en vano la ejecución de un gran propósito político. Este hilo conductor de la política exterior francesa, esta explicación de sus variaciones, la encontraremos, en cambio, mirando a la política interior; y las versatilidades, las vacilaciones, las incoherencias se explica­rán todas por el estado de los partidos, la composición de los parlamentos, la eventualidad de las elecciones próximas: por la política interior, de la que sólo es un reflejo pasivo la política exterior. En régimen democrático, la política exterior, que es donde debiera transparentarse el destino mismo de la nación, no es más que un campo de experiencias demagógicas y de caza de electores.

Puesto que a la política exterior de las democracias le afec­tan de un modo tan grave todas las taras de las democracias mismas, no hay que asombrarse de que lleve en sí todos los defectos de la democracia, sus incoherencias, su pasividad, sus furiosas impulsiones. El nacionalismo de los verdaderos polí­ticos tiene por característica ser activo,, puesto que es cabal­mente la forma misma de la acción nacional sobre el mundo: ser concreto, puesto que se preocupa, ante todo, de la adapta­ción a las circunstancias y de los resultados positivos; ser realista, porque tiende a la eficacia constructiva. El nacionalis­mo democrático, por el contrario, es, en su esencia, pasivo, porque, como la misma multitud, recibe el impulso de los acontecimientos; es abstracto, porque se funda, no en la rea­lidad nacional viva, sino en su fe, en los principios de un ideal político a priori; es místico, porque supone la preexcelencia absoluta de sus principios, y admite implícitamente la guerra santa para propagarlos o defenderlos. De ahí su extraordina­ria flaqueza doctrinal. De ahí sus graves peligros, desde el punto de vista nacional e internacional.

Debilidad doctrinal, dijimos. En verdad que cuando se trata de ideología democrática casi no conviene emplear la pa­labra doctrina. Todas las posiciones intelectuales de la demo­cracia son, más bien, posiciones de propaganda que posiciones doctrinales. La eficacia demagógica, el éxito, las posibilidades de difusión en las masas son infinitamente más grandes para el pensamiento democrático y marxista que para la exactitud del análisis y la verdad objetiva de la experiencia. Y desde el siglo XVIII francés los pensadores de la democracia no se han preocupado tanto de descubrir las justas leyes de la vida social como de sembrar en el pueblo ideas-fuerzas y temas de agita­ción. El mismo Carlos Marx confiesa que si hubiese contado para desencadenar la revolución con los labradores y no con el proletariado industrial, hubiera reemplazado por otra su teoría de la revolución urbana, de la concentración capitalista y de la colectivización. Análogamente, para un jefe del socialis­mo francés como León Blum, ni el nacionalismo ni el interna­cionalismo encierran ninguna verdad intrínseca: uno y otro son banderas que se agitan alternativamente ante la parte de la opinión a la que uno se dirige; y el socialismo francés se ha convertido en nacionalista el día que se dio cuenta de la im­posibilidad de destruir en las masas populares francesas el sen­timiento nacional. No se exagera mucho al decir que para la democracia y el marxismo no hay verdades intelectuales: sólo hay verdades pragmáticas o tácticas; y se cambia de verdades a medida que lo exigen las necesidades de la propaganda. La única idea invariable es la de la revolución popular, colecti­vista, igualitaria; todo lo demás no son sino medios infinita­mente flexibles y adaptados a las circunstancias, de desenca­denar la revolución. Por ello no hay que asombrarse al ver que las nuevas actitudes nacionalistas, y a veces belicosas, del co­munismo y del socialismo francés, coinciden con las nuevas instrucciones tácticas del komitern soviético y de la III Interna­cional, medrosos del nacional-socialismo alemán. Comunistas y socialistas no son nacionalistas por amor a sus patrias respec­tivas sino para perseguir un eco en nuevas capas de la opinión.

En fin de cuentas, nosotros debemos, pues, considerar el nacionalismo democrático que ha sucedido bruscamente al internacionalismo de estos últimos años simplemente como un aspecto nuevo de la propaganda revolucionaria. Pero esta for­ma de propaganda no es menos gravemente peligrosa, prime­ro, porque responde a una de las más viejas tendencias de la democracia: la tendencia al belicismo místico y a la cruzada; porque se apoya sobre la xenofobia instintiva de las multitu­des; porque explota el odio de las masas democráticas hacia los regímenes «fascistas» de autoridad. De otra parte, porque como no se funda sobre una doctrina nacional, sobre sentimientos nacionales firmes, esta propaganda participa de la im­pulsividad y de la pasividad de las masas, a las que aconseja resoluciones repentinas, desconsideradas y sanguinarias. Se ha visto esto claramente en septiembre, en Inglaterra, donde las Trade Unions han querido lanzar a una guerra difícil contra Italia a su país, al que ellos se preocupaban de desarmar durante los últimos diez años.

Por su incapacidad total para apreciar sanamente los ele­mentos de una situación diplomática, por su desprecio de las amistades reales y de los intereses naturales, el nacionalismo democrático induce a sangrientas guerras inútiles y mal pre­paradas, emprendidas en las condiciones más desfavorables. El nacionalismo democrático no es, pues, menos peligroso para el orden internacional europeo que para las mismas naciones que lo padecen, a las que hace agresivas sin haberlas hecho fuertes. Porque, en fin de cuentas, no trabaja en beneficio de la patria, sino en beneficio de la revolución.

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